No
puede negarse que los relatos que nos hablan del drama en el que viven (y a
veces mueren) las personas que son víctimas de los prejuicios de quienes tienen
alrededor están entre los que más nos conmueven y nos indignan. Nos resulta bastante sencillo sentir
solidaridad con los personajes que son víctimas de las ideas preconcebidas de
los otros y nos ponemos de su parte como lo haríamos con cualquiera que fuera
víctima de algo indeseable. Hay tantos ejemplos que resulta difícil escoger
pero, por preferencias personales, siempre recuerdo dos películas que, en mi
opinión, muestran como pocas los injustos efectos de los prejuicios y la
intolerancia. En “Matar a un ruiseñor”,
de Robert Mulligan, asistimos al horror del prejuicio racial institucionalizado
y convertido en verdadera seña de identidad para una comunidad humana envilecida
por el odio al diferente, para el no acepta otro destino natural que el de la
esclavitud.
La
acción de “Philadelphia”, de Jonathan Demme se sitúa cincuenta años más tarde y
nos coloca ante otro tipo de prejuicios, que esta vez nos resultan mucho más
próximos. Tanto, que todavía forman parte de nuestro entorno. Es cierto que, en este caso, no hay una
comunidad dispuesta a ahorcar al diferente (el homosexual) pero sí a condenarle
a la marginalidad y al desamparo, porque suma a su condición sexual la del
enfermo, y no de una enfermedad cualquiera. Comprobamos nuevamente que, para
convertir a un inocente en la víctima del prejuicio, no es necesaria ni siquiera
la maldad: basta con que el miedo se sume a la ignorancia.
Paloma Rey Ortiz de Solórzano
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